12.12.05

Filosofía de parada de autobús

No hay ninguna conversación en el mundo que me aburra más que esa en la que un tipo mucho más corto de entendederas de lo que él se cree se dedica a repetirte incesantemente cualquier obviedad estúpida que a su juicio es el gran descubrimiento humanístico o filosófico que ha de revolucionar el pensamiento del siglo XXI. Este tipo de conversación suele girar en torno a algún tópico manido hasta la saciedad, pero nuestro interlocutor siempre ignora este hecho y nos lo explica varias veces, insistiendo, repitiendo ideas y poniendo ejemplos, como si fuéramos demasiado tontos para entenderlo a la primera.

Los perpetradores de este delito contra la presunción de inteligencia del prójimo –porque lo sensato es empezar una conversación considerando que el otro es tan inteligente como uno, por lo menos– son por lo general hombres mayores que presumen de haber vivido mucho cuando en realidad sólo han vivido lo mismo muchas veces. Sus víctimas preferidas son los invitados a las bodas con una copa de más, y los jóvenes que aún no hemos terminado la carrera (no necesariamente en ese orden). Nos iluminan informándonos de que para encontrar trabajo lo mejor es un buen enchufe, de que a los violadores deberían colgarlos de los huevos, o de que no todos los inmigrantes son iguales. Nosotros, educados, sonreímos y hacemos como que estamos aprendiendo algo de ellos, aunque sólo sea por guardar las apariencias o por no herir sus sentimientos.

Probablemente, este tipo de personajes sean los mismos chistosos sin gracia de los que hablaba hace poco Hernán Casciari, introduciendo una dura pero interesante reflexión.

No quiero demonizar al imbécil, porque en su pecado reside también su castigo. El hombre mediocre, en realidad, no es un tipo ruin, ni maldito, ni hijo de una gran puta. Es un pobre diablo. Pero tiene algo sin embargo que lo convierte en maléfico: nos obliga a optar entre ser hipócritas y sonreirle la gracia, o ser mal educados y mandarlo a la mierda. No nos deja la posibilidad de salir airosos de su discurso vulgar y repetitivo. Nos pone entre la espada del careteo y la pared de la violencia.

Hernán Casciari, en
«¿Me puede repetir la pregunta?»



Supongo que es un triste consuelo, pero al menos la próxima vez que tenga que sonreír estoicamente a uno de estos filósofos semi-analfabetos podré consolarme pensando que tiene la mejor de las intenciones, a pesar de poseer la peor de las aptitudes.

1 comentario:

servidora dijo...

"Mira que te tengo dicho que..."

XD

...eres un bicho! :-)

Lo malo es que este tipo de post hace pensar demasiado... Y como diría Urkel "¿he sido yooOo?" :-P