Hace algún tiempo, los señores de la SGAE, tan preocupados como siempre por proteger a los autores (lo de ganar dinero es secundario, dicen) perpetraron una campaña publicitaria basada en el eslogan «La música se muere». Y el caso es que, aun sin quererlo, acertaron más de lo que pensaban.
Es cierto que la música se muere; perol por mucho que les duela a algunos multimillonarios de dudosa moral, la culpa no es del top manta, ni del eMule, ni de los CDs grabables. Más bien al contrario: la culpa es de las creaciones de los músicos de tres al cuarto que nos vemos obligados a digerir.
Que la música popular se está convirtiendo en una continua repetición de dos ritmos machacones, tres acordes y cuatro versos facilones y predecibles es algo evidente para cualquiera que distinga una síncopa de una anacrusa, o un séptima mayor de un mayor séptima. El abuso de las armonías tontas y la cada vez más alarmante escasez de creatividad y talento son el denominador común de la música más popular, hasta el punto de hacernos insensibles a la mediocridad.
Porque lo peor no es que haya música mala, o que una pandilla de cantantes sin voz, compositores de tres acordes y artistas de creatividad precocinada (pero muy follables, por cierto) se dediquen a torturarnos con su presunto talento, sino que sean los líderes indiscutibles del panorama musical a nivel mundial, se lleven los premios y los millones, y acaparen el repertorio de las duchas de los hogares.
¿Qué provoca todo esto? ¿Marketing? ¿Estupidez supina? ¿Una combinación de ambos? Yo trato de mantenerme al margen, básicamente huyendo de Los 40 Principales como de la peste bubónica, pero aun así parece que siguen ganando terreno. Y lo que nos queda por oír.
Señores de la SGAE, autores con sobresueldo y compañías discográficas, todos tienen razón: la música se muere. Pero a ustedes les viene de puta madre.
14.2.05
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